jueves, 28 de marzo de 2013












Maria Arregui

En pleno siglo XXI nos acompaña un sentimiento de alivio con respecto a miedos, temores y prejuicios del pasado. Ahora nos sentimos a salvo –al menos en el mundo de occidente– de las amenazas que en el medievo acechaban a cualquier ciudadano de a pie, incluso en ocasiones hemos podido cometer el cinis-mo de considerar las civilizaciones de la antigüedad como nuestros “inge-nuos” predecesores.

Elementos como la avanzada tecnología en la que hoy vivimos inmersos, el progreso de la medicina -casi todopoderosa– y el desarrollo de las ciencias en general, han conseguido mantener a la población en un estado de seguridad tal, que ha terminado conduciéndola al punto de la desidia. La despreocupación, más cercana a un acto de fe ciega y de comodidad, parece venírsenos encima justo cuando nos creíamos los más privilegiados de la historia. Y es entonces cuando nos damos cuenta de que tampoco hemos cambiado tanto.

Sólo tenemos que remontarnos a los albores de nuestra existencia y comprobar que nos seguimos expresando y rigiendo a través de sentimientos primigenios que se han tornado permanentes, y que además debemos tener en cuenta para entender el mundo de hoy día. La necesidad de explicar lo inexplicable y la profundidad de las sensaciones – más que del pensamiento–, siempre nos ha acompañado, siendo los principales causantes de la aparición del arte y la religión –entre otras cosas–, y vemos cómo ésta lo ha utilizado de un modo magistral: en la Edad Media, muchas representaciones plásticas del románico y el gótico se nos muestran como claros ejemplos del uso del terror para adoctrinar a los fieles: el milenarismo predijo el fin del mundo y el fiel tenía bien asumido que para ascender a los cielos debía haber vivido subyugado a las directrices de las Sagradas Escrituras. La política también ha aprovechado históricamente este recurso del terror, con ejemplos remotos como el conocido Código de Hammurabi, en el que mediante el temor a los castigos, aseguraba un orden en la conducta de la población.

Pero en el mundo contemporáneo, ¿cómo percibimos y vivimos esos temores? ¿Acaso sigue siendo el miedo un elemento que llegue a delimitar y coartar nuestras acciones? Pues ya sea para bien o para mal, la realidad es que sí: la conducta humana sigue siendo un elemento fácilmente vulnerable, y el miedo, una de las mejores armas para conseguirlo.
 

En la historia reciente se dio un relevante capítulo que aconteció durante los años 50 en plena Guerra Fría y que consistió en el estudio psicológico y los efectos sobre las conductas que el shock provocaba en la población: una política del miedo que los Estados Unidos utilizaría para hacer triunfar el liberalismo económico. Sin embargo no hace falta remontarnos todos estos años, ya que hoy día el miedo está fuertemente arraigado y nos acosa con la pérdida de empleo, el impago de las facturas, el rescate financiero o la afamada prima…
¿Y qué papel tiene el arte en medio de semejante panorama? ¿Qué esperamos de él cuando los principales magnates del arte son los “malogrados” bancos? Sea como fuere, el arte nunca perderá su capacidad de denunciar, de hacer reír y llorar, de hacer reflexionar… Pero el único arte que hable de esta situación será un arte sincero, un arte que sea capaz de desplegar la propia vida, es decir, un arte sin miedo. Y nuestros artistas serán los encargados de conducir su rumbo, de decidir si dejan en manos de los poderes su voluntad como creadores y depauperar el arte, o por el contrario, serán fieles a su compromiso y le devolverán a aquél todo su sentido, convicción y credulidad.


Y yo apuesto por no perder la fe en ellos, en los verdaderos artistas, esos artistas sin miedo.

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