Mientras
que Nueva York es la capital del mundo, nadie es realmente moderno hasta
que no diga en inglés un mínimo de cien
palabras.
El inglés se
impone como lengua dominante. No sé si antes de que logremos aprender chino
acabará por garantizar el ansiado marco lingüístico común que tanto anhelan
mercados y multinacionales de todo el mundo. Ahora bien, lo que parece claro es
que día a día y con independencia de las competencias culturales a cada grupo
social, hemos incorporado -casi inconscientemente- más y más palabras,
expresiones y frases hechas del inglés americano.
El intercambio
del lenguaje y el recambio de tecnologías es un factor inherente a la evolución
de las civilizaciones. Nuevas combinaciones de sonidos y vocablos dan forma a
un significado, bien sea cosa o circunstancia, quedando manifiestamente
designado el hecho o la cosa, o lo que acontece al hecho con una palabra, o
conjunto de ellas.
De este
modo, se entretejía en estas una reminiscencia
a sus orígenes, a su contexto, a un tiempo. Las palabras eran, o son - no lo
tengo claro - contenedoras de historias. Siendo esta capacidad para insinuarse,
más allá de su significado, lo que les confiere una dimensión poética.
La cuestión es que,
hoy por hoy, las palabras que incorporamos a nuestro vocabulario para designar
nuevos objetos o nuevos modos de vida, derivados de su uso, se instauran más
como una moda que como una consecuencia natural de un movimiento, de un cambio.
Cuando el consumo
no se produce como demanda de una
necesidad básica de primer orden, sino como respuesta a un nuevo estilo de
vida, el gusto por saborear modelos culturales ajenos, más "fashion",
hace que no sólo nos lancemos a la caza del último IPAD, sino que por defecto
empecemos a entablar nuevas conversaciones en las que acuñar terminologías
capaces de garantizar nuestro estatus de moderno/a. Todo lo que modela el gusto individual y
colectivo, garantiza una persistencia de futuro. Y ahí el lenguaje juega un
papel fundamental.
La lucha por
reivindicar la belleza derivada de una uniformidad de espacios y lenguajes,
donde lo más hermoso de Tokio y Roma acaba siendo el Mac Donald's, para Warhol
constituía una garantía de cambio, instauraba un nueva mirada hacia la estética
de un entorno liberado de lo subjetivo.
Su filosofía
abogaba por una transformación de las denotaciones simbólicas del objeto, del
cuerpo, del espacio y del lenguaje, desprendidas de sentimiento. Todo lo que
nos distingue más allá del cuerpo es cultura, ahora la globalización suma esfuerzos por minimizar
las diferencias culturales entre territorios, en todo ello el lenguaje constituye una herramienta de
control fundamental.
La
estandarización del lenguaje, bella para Warhol, supone de facto una ventaja
para los mercados, mensajes de toda índole política, religiosa, publicitaria
consiguen llegar a un mayor número de personas preparadas para interpretar el
mismo vocablo, el mismo sonido, la misma expresión de tristeza, de amor o de
locura. Los métodos de difusión son más rápidos y también más injustos.
Injustos porque
desvirtúan el valor que para ciertas comunidades supone poseer una lengua y
cultura propias, negando un tiempo pretérito.
Interpretan ese
tiempo en un estado de suma vacuidad, donde ajenos a cualquier expresión propia
y exclusiva a nuestros orígenes, todo se desarrolla en un marco común, tan
difuso y concurrido que las características minoritarias se disipan, dando paso
a la demagogia colectiva donde nos molesta y asusta vivir en un país
plurilingüe y obscenamente horrible para la filosofía warholiana.
“Je t' aime” en francés, “
te amo” en castellano, “I love you” en inglés, “amote” en
galego, “maite zaitut” en euskera...... lo más hermoso del lenguaje es
su capacidad para generar sonidos y evocar lugares, para sentir distancias,
territorios, modos de amar, mirar y escuchar plurales, disonantes,
malsonantes...quizás la belleza sí, sí sea uniforme, tal y como lo entiende la
cultura occidental, quizás la belleza no esté en el ruido de lo múltiple y sigamos condenados al estruendo.
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