Luismi Palma
Con esa sonrisa bobalicona del que lleva en
sangre unas diez o doce cervezas más de la cuenta y ha conseguido burlar a las
autoridades de Tráfico, Emilio conseguía que la maldita llave copulara con el
orificio de la cerradura. El orgasmo trajo los efluvios del pis de gato (ya era
hora de cambiar la arena de la caja) y de la humedad de la época del año,
acumulada a base de horas y horas de aislamiento autoforzado…
Coño, una nota en el suelo… alguien la habrá arrojado por debajo de la puerta…
“TE
ECHO DE MENOS, MI AMOR… VINE Y NO ESTABAS”
El
rotulador empieza a fallar… tengo que comprar otro en cuanto me acuerde…
Con
esa mueca estúpida del que se sabe descubierto en su “mismidad”, Emilio se
quitó los zapatos sin agacharse y se tumbó en el sofá tapándose con su manta
favorita y con el trozo de papel aferrado al pecho. Prendió el último
cigarrillo y lo aplastó contra el cristal del cenicero a la tercera calada.
Por
la mañana, el sabor a sangre en la lengua era demasiado intenso. Se extrañó, ya
que no había sufrido en los últimos días ninguno de sus continuos ataques de
migraña que suelen tener como síntoma final ese regusto férreo, cuando los
vasos sanguíneos del cerebro consiguen aliviar la presión, y la gravedad entra
en el juego…
¿De
dónde provenía pues?
Cuando
consiguió terminar de abrir los ojos y se creyó desperezado, dirigió su mano
hacia la mesa junto al sofá para alcanzar sus gafas y colocárselas. Y entonces
sobrevino la visión más esperpéntica y aterradora que en su vida tuvo ocasión
de contemplar; la de sus muñones, donde unas horas antes existían las manos de
uñas perfectamente aseadas, la de los dedos con manchas de nicotina, las de las
muñecas adornadas con cuero y manecillas…
Gritó
tan fuerte como sus pulmones contaminados le permitieron. Gritó tan fuerte que
varios retratos y varios marcos cayeron estrepitosamente sobre el suelo del
piso. Gritó tan fuerte que los cristales de sus anteojos se empañaron primero y
estallaron después en cientos de millones de pedazos sobre el cristal también
roto de la mesa… Buscó con su lengua en el interior de su boca, en la parte
posterior de sus dientes… ¿en busca de qué?
Nunca
existieron pruebas de la reencarnación de Samsa; a Emilio, además, nunca le
hubo de gustar aquel relato de Kafka, ése que se dice que escribió en una sola
noche de locura y de talento. Emilio no se había trasmutado en un insecto
aquella noche, pero tampoco pudo contemplar ni por un momento siquiera la
posibilidad de haber engullido él mismo sus propias manos, su más valiosa
posesión.
Cayó
desmayado, en un profundo sueño en el cual ahora sí devoró con ansia y con
fruición todos los escritos manchados de poesía absurda, todos los absurdos
dibujos de absurdas musas, todas las letras de la palabra “absurdo”…
Por
la mañana, el sabor a alcohol en el paladar era demasiado reconocible. No se
extrañó, ya que nada de lo que acontecía en los últimos días constituía motivo
de asombro por lo novedoso. Emilio miró hacia sus manos. Las deformes manos,
las ágiles manos, las castigadas manos. Y sonrió. Y tomó la nota escrita con
tinta caduca y casi extinta y la arrojó a la papelera. Se incorporó y se
dirigió hacia el baño.
Y
se limpió… en el más amplio sentido de la expresión.
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