
Vicent Ruiz
Era un enano de tres meses. Les 
resultaba curioso mi llanto desgarrador con el chupete azul. Me acercaron 
el rosa de mi melliza y callaba plácidamente pero entonces lloraba 
ella. Dos chupetes rosas solucionaron el asunto. Discernía colores, 
discerníamos más que bien los preciosos mellizos. No sé en que momento 
le otorgué a mi melliza la absoluta valentía feliz, pura y bien colorida. 
Me decanté por el miedo entre luces y sombras. Crecía rápido en mí 
pero me impulsaba a progresar con poca normalidad para el resto. El 
cobarde avanzado. El miedo al fracaso golpearía con fuerza mi lado 
neuronal. Este niño va a ser muy listo, oía con frecuencia.  
Transcurrían los meses y sólo 
veía a mi alrededor muñecos dispuestos a aferrarme en abrazos y besos; 
con la intención, porque afortunadamente no albergaban vida. Me aterraban. 
La melliza los cargaba de vitalidad y acción. Yo cerraba los ojos y 
dejaba a las manos negras jugar en mi cabeza y bailarme en letras. Coreografía 
oscura sobre fondo de luz.
No sé en que momento aparecieron 
por primera vez, es como si siempre hubieran estado ahí cuando no quería 
ver algo. Entonces no me hablaban, sólo me dejaban ver parte del abecedario. 
Y tuvieron más que éxito. En un tiempo menos que estadístico me oí 
con voz. Era pronto todavía, así que las manos negras sólo se manifestaban 
en dimensión negra o proyección en sombra. Pero eran más que atractivas 
y ante cualquier atisbo de valentía aparecían generando soga alrededor 
de mi cuello. 
Aprendí a hablar con vocalización 
casi impertinente, una fluidez líquida y un vocabulario que crepitaba 
en tímpanos ajenos. Me aterraba cualquier esbozo de risa en mi entorno 
ante un posible error. Escribía en modo diccionario porque las manos 
negras me asfixiaban al ver círculos rojos en libreta. Detectaba errores 
en mapas mudos desfasados y localizaba islas que habían quedado en 
el olvido de la representación. La manos negras habían dejado ya el 
abecedario para coreografiarme los números con infinitos símbolos 
suspendidos a su alrededor. No podía dejar de generar constantes operaciones 
matemáticas para entender el funcionamiento de mi realidad. Aprendí 
a flotar casi antes de mojarme un pie, monté por primera vez en bici 
pero con sólo dos ruedas y caí. Empecé a correr aterrado por la aparición 
de las manos en reproche pero corrí tanto que no lo hubo. Me convertí 
en atleta, ciclista y nadador. 
Todo lo que estaba sujeto a la 
individualidad era apto para desarrollarlo con plenas facultades, constancia 
y éxito. Los impulsos negros me llevaban a hacerlo sin posibilidad 
de error. Pero aquello que implicaba colectividad sencillamente era 
ya terrorífico, no había posibilidad  de probar suerte. Si me 
acercaba a ello, las manos negras se multiplicaban en operación matemática 
y logaritmos del miedo tomaban mi palpitación para llevarla al extremo 
más alto, la saliva se ausentaba y mis uñas crecían en modo invertido 
dispuestas a desgarrarme entero.
Llegó el día de ser valiente 
y me enamoré. No sé bien cómo ocurrió, sin entenderlo surgió y 
no hubo soga en manos, sencillamente desaparecieron así que entendí 
en su ausencia una señal para dejarme llevar. Pero al día siguiente 
las manos negras mutaron en voz. No había ya que cerrar ojos o sentir 
miedo para que aparecieran en forma, ausencia de color y movimiento. 
Se erigieron en eco de mi voz. Me descubrí ilusionado con alguien y 
lo que fueron manos ahora eran repetición reverberada de lo que hablaba. 
Jugaban a que me sintiera desdoblado. Me oía desde dentro y desde fuera. 
Aprendí a normalizarlo y aprendí a relacionarme con mi entorno. Era 
un paso necesario para amar. Me hacia el despistado ante la gente. Más 
de una vez no me podía evadir al escucharme y me deleitaba con lo que 
había articulado en voz. 
Dejé de ser ente individual 
y empecé a compartir verbalizando todas las emociones con quién quería 
amar aunque me aterrara la idea. Cuanto más compartía, más fuerte 
resonaba el eco y más feliz me sentía oyendo todo lo que era capaz 
de hablar. Por primera vez una apuesta de dos me dejaba ser valiente 
y desterrar el miedo. Me sentía pleno.Y el eco también progresó. 
Mutó de nuevo para dejar de devolverme mi voz hablada. Ahora repetía 
una y otra vez en mí las emociones. El eco reafirmaba mi sentir, erizaba 
cada uno de mis folículos pilosos, me producía una aceleración suave 
del pulso y pulverizaba las sombras. Una y otra vez doblemente amaba, 
era como gravitar con cada una de mis acciones y sentimientos. Atleta 
de emociones, ciclista de sentires, nadador del querer.
Pero todo fue una trampa de las 
sombras. Me volví a quedar sólo y lleno de un miedo afilado. El eco 
había mutado de modo astuto sin que yo percibiera nada. Durante no 
sé cuánto tiempo no estuvo devolviéndome mis sentimientos, sino otros 
enmascarados bien diferentes a los que yo proyectaba y jugó a que yo 
hiciera reales los suyos. La persona a la que amaba huyó. Y su ausencia 
la justificó con un escrito en papel amargo que golpeó mi realidad, 
la realidad que la astuta voz había construido para mí.
Pensamientos helados
Me evado, nevado. Al menos ahora trato de entenderte desde este lado; traté de fundir los fragmentos de hielo blanco en los que te habías mantenido. Ahí dentro debiste sentir mucho frío pero entiende que necesitaba picar ese hielo con mis uñas blandas, entiende que necesitara fundirlo con mis dedos blandos, entiende que no me importaba desprenderme de la sensibilidad de mis dedos frotando esas sólidas placas heladas entre las que pretendías dejarte andar, dejarte vivir.
Ahora tengo mis ojos cerrados, 
nunca me dejaste abrirlos por ti. No entendiste mi angustia por no dejarme 
verte. No quisiste que yo te aprendiera: estabas tan enajenado de tus 
pensamientos interiorizados que no pudiste desatarte en vivencias externas 
conmigo.
¿Qué pretendes dejándome a 
este lado? ¿Qué pretendes encerrado entre esas placas de hielo?
Debiste aprenderme al menos tú 
a mí. Ya conocías mi pasión por la contemplación del fuego y ya 
me has juzgado por erosionar mis uñas y quemar mis dedos intentando 
rasgar ese hielo que alzabas ante mí. Me juzgaste desde tu silencio 
y te creíste justo con tu no decir, creíste poder ser, ser ausente 
y alimentar con ello de tranquilidad tu ególatra conciencia.
No has sido justo y lo sabes; 
no dejar desatar tu locura en mí no ha sido acertado, yo hubiera narcotizado 
por enloquecer a tu lado, por crear en mí la esquizofrenia que te has 
autopracticado por alejarte, ¿de quién? Si yo nunca estuve cerca de 
ti.
¿Qué esperas ahora de mí? 
No esperaste nunca nada, sólo alimentaste tu egolatría llenando mis 
ojos de tus migajas heladas, quemando mis párpados. Yo pude ser tu 
abismo de calidez si no hubieras sido tan ególatra, si no te hubieras 
dejado enloquecer alimentando tu existencia de contrarias sustancias 
por engendrar efectos terciarios.
Yo al menos te hubiera llenado 
de planteamientos, hubiera contemplado que quisieras enloquecer conmigo, 
te hubiera dejado acompañarme en una esquizofrenia propia.
 Tú no me supiste hablar y mis 
ojos ya están cerrados.
Cuando acabé de leerlo desapareció el eco.
Me llené de miedo.
No tienes tiempo para estar contento,
me dijo el miedo y lo creí.
 

 
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